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El regreso

Sergio RECARTE

La luminosidad de la temprana mañana invadía los campos abiertos y secos. El sol luchaba entre un manto de nubes delgadas para abrirse paso y así castigar un día más la sufrida tierra polvorienta. Una lucha desigual que parecía prolongarse hasta la extenuación. Los pocos humanos que fugazmente se distinguían en el paisaje, desaparecían tan rápido de mi vista que incluso llegaba a pensar que sólo era una fugaz ilusión óptica causada por la duración del viaje.

De todas formas daba igual, los escasos campesinos de esos lares estaban tan camuflados con la piel estéril de los campos, y el color arenoso del cielo y la tierra hacía, de todo lo expuesto, un cuadro monótono, aburrido.

El dolor de la partida aún latía en el corazón. Estaba claro, a medida que penetraba en ese país, el que dejaba atrás, permanecía aún con fuerza, vibrando dolorosamente entre los recuerdos y las sensaciones de años juveniles. En ese momento la evidencia de sentirme un poco más extranjero, causaba en mi conciencia retazos de angustia, solo remediada por la ilusión del pronto reencuentro con los familiares en la lejana Argentina.

Casa Amorosenea – Doneztebe (Nafarroa). Hogar de Sergio Recarte junto a su esposa Nekane en Euskal Herria

Casa Amorosenea – Doneztebe (Nafarroa). Hogar de Sergio Recarte junto a su esposa Nekane en Euskal Herria. Foto: Nekane Olazar

Nuevamente mi mirada se dirigía a través de los vidrios del autobús, hacia la nada, aplastada por siglos de insuficiencias. Nadie como el poeta Machado ha descrito el paisaje de Castilla: “colinas plateadas, los grises colores y cárdenas roquedas”. Tierra de siglos penosos en donde sus moradores se aferraban a una lucha dura y elemental.

En ese mundo extraño, continuaba el autobús el rumbo hacia Madrid. El verde esmeralda de las colinas vasca ya hacía horas que había desaparecido de los contornos, el viejo mar con sus olas furiosas y libres era una evocación al pensamiento. No en vano diez años en Euskal Herria estaban en mi vida. Nada era igual en este momento, ni los pueblos, ni la gente ni el color de este mundo para mí desconocido.

Doneztebe (Nafarroa)

Doneztebe (Nafarroa). Foto: Nekane Olazar

La tierra de los vascos es como un nido que se abandonaba con padecimiento. Pero la decisión estaba tomada. Regresaba después de todo. Y quizás tampoco fuera lo correcto.

¡Quién sabe!, algo en mi cabeza me decía que nada sería como antes, porque a partir de hoy la existencia tendrá la sombra eterna de la añoranza. Retornaba a la patria perdida. La otra, aún, se aferraba tenazmente al corazón. Al girar la cabeza mis ojos se encontraron con otros ojos tan tristes como los míos.

Las manos se buscaron, se aferraron con fuerza y la incertidumbre del destino, en ese preciso instante, dejó en libertad a la esperanza...

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